El amparo constitucional al aborto, que se desprende del fallo de 1973, apela al llamado derecho a la intimidad. Abortar es una decisión personal, íntima, y como tal pertenece al ámbito privado de las personas, que la Constitución resguarda con celo. Así lo interpretó la porción mayoritaria de la Corte en aquel momento. Pero quedaban implicaciones por atender. La misma Constitución garantiza, a su vez, el derecho a la vida “a toda persona”, junto con el de libertad y el de propiedad. Uno de los debates implícitos en esta cuestión es, por lo tanto, si un embrión, antes de alcanzar determinado desarrollo, puede ser considerado “una persona”, en el sentido que da la Constitución a este término.

Que un individuo sea una persona implica que tiene intereses propios que podrían ser afectados por terceros y, por lo tanto, que es un sujeto pasible de derechos que los protejan. Una persona, desde un punto de vista más primario, es alguien que tiene una actividad mental efectiva, consciencia de sí y de su entorno, una subjetividad que le permita concebir intereses y proyectos, y esto, en un embrión en el que aun no se han producido las conexiones entre el sistema nervioso central y el cerebro es materialmente imposible. Un embrión, antes de alcanzar las 14 semanas de desarrollo, no es una persona, y su vida, por lo tanto, no está protegida por la Constitución norteamericana. El derecho a la intimidad de la madre, entonces, no entra en conflicto con este punto central de la Constitución. Tal es, en su trasfondo, el fallo Roe vs Wade.

El valor de la vida humana

Que un embrión no pueda considerarse una persona no quita, de todas formas, que tenga un cierto valor intrínseco, como casi todo el mundo admite. Pero ¿cuál es, exactamente, ese valor? Para imponerse al derecho constitucional a la intimidad, ese valor debería ser verdaderamente alto. Quienes defienden posturas contrarias al aborto, apelan a la idea del carácter sagrado de la vida humana. Para ellos, la vida, en cualquier individuo de la especie Homo Sapiens (no en otras) reviste la condición de sagrada. Y lo sagrado es inviolable, con independencia de cualquier otra consideración. ¿Por qué la vida en la especie humana tendría un carácter sagrado, mientras que en las demás especies no? ¿Hay fundamento para semejante postura?

Por supuesto que lo hay, pero es un fundamento de carácter puramente religioso. Y argumentos de ese tipo, que implican creencias, no pueden formar parte de la discusión sobre principios de justicia en un estado laico. Las creencias religiosas o metafísicas particulares no pueden usarse para fundamentar leyes que obliguen a toda una sociedad. En un sentido semejante, el Estado no puede prohibir a sus ciudadanos comer carne en Semana Santa porque una parte de la comunidad ―o los propios legisladores comulguen con esas creencias. El argumento del carácter sagrado de la vida humana, con todo, parece haber incubado en la nueva mayoría de la Corte Suprema de los EEUU.

El caso argentino

En casa no íbamos a pretender que nuestros legisladores autóctonos se distraigan con estas o parecidas disquisiciones filosóficas, con lo atareados que están en sus asuntos electorales y crematísticos. El fundamento de nuestra ley del aborto, si nos atenemos a los discursos parlamentarios, apunta principalmente a las condiciones de salubridad en las que realizaban los abortos clandestinos las mujeres de escasos recursos. Tema serio, que había que atender, sin ninguna duda, pero que no constituye un fundamento teórico adecuado para una ley sobre derechos fundamentales. La razón es simple: si estas condiciones sanitarias mejoraran en el futuro, la ley dejaría de tener sustento. Un fundamento sólido no puede apelar nunca a motivos circunstanciales, salvo que los políticos argentinos perciban como perpetua nuestra condición de pobreza y subdesarrollo.

¿Supone esto alguna amenaza a la vigencia de la ley, como fue la revocación de Roe vs Wade en EEUU? No, porque todos sabemos que los argumentos que esgrimen nuestros políticos nunca se revisan, ni se recuerdan siquiera: son meras cortinas de humo, y valen lo que un puñado de promesas electorales.

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Juan Ángel Cabaleiro – Escritor.